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Cese el fuego

Por Dauglhys Linares

Escribo esta carta con la esperanza de que alguien la lea, mis penas quedarán plasmadas en estas dos hojas de papel que alguna vez pertenecieron al cuaderno de un estudiante, con la poca tinta de mi lapicero esperando fervientemente despojar mi cabeza de los innumerables pecados que he cometido.

Es escalofriante sentir como en medio de una guerra a duras penas se puede respirar, el olor metálico de la sangre, el sonido que sale del arma tras apretar el gatillo y los cientos de soldados marchando para tomar el mayor terreno posible levantando la tierra bajo sus pies no lo hacía mejor, aún así la inyección de adrenalina que es despedida por tu cuerpo, que corre por tu torrente sanguíneo hace que todo sea casi imperceptible. 

Mi nombre es Im Jae Beom, tengo 20 años de edad y soy soldado del ejército surcoreano originario de Gyeonggi, en estos momentos me encuentro escondido en una cueva con la esperanza de poder sobrevivir hasta el día siguiente, mis entrañas suenan cada vez más furiosas, como si estuvieran reprochandome el no tener ni siquiera una migaja de pan dentro, ahora mi concentración se dirige hacia una sola cosa, la bala que se encuentra alojada en mi omóplato izquierdo, el dolor es punzante y agudo, por cada minuto que pasa se vuelva más difícil de soportar sin embargo debo mantenerme firme para volver a casa con mi familia, quizás mamá a pesar de todo lo acontecido está esperando por mi con una taza de kimchi escondida del alcance de mi hermana.

Tenía 17 años cuando una gran exploción irrumpió la tranquilidad de la mañana, 27 de junio de 1950, yo fui el primero en salir guiado por mi curiosidad, grande fue mi sorpresa al ver un gran número de militares en el pueblo, para nuestro infortunio nuestros enemigos estaban invadiendonos, ya habían cruzado el paralelo 38, por supuesto, siendo un golpe que no esperábamos.

Fuimos amenazados con fusiles, dieron anuncios de toque de queda y en tan sólo dos días estaban reclutando a los más jóvenes para pertenecer a su ejercito ¿Te imaginas? De estar sentado comiendo un plato de sujebi a tener que experimentar el miedo de ir a la guerra forzadamente, no quería pelear para ellos, era evidente que no eran los buenos y mi alto sentido patriotista, no, la lealtad que sentía hacia mi país era más grande que el terror que sentía al ser reclutado por el enemigo, días anteriores habían matado a un agente gubernamental, un hombre con armamento gritó mientras ponía a este señor aterrado en medio de la plaza que él no estaba cumpliendo sus responsabilidades para/con las personas, ¿Merece la muerte?, preguntó con fuerza, escondidos varios norcoreanos entre la multitud se escucho un ¡Sí! Estridente y allí enfrente de todos lo asesinaron.

No tuvo que pasar otro acontecimiento para que tomara una decisión, junto con dos amigos decidimos escaparnos en la madrugada, los soldados cotejaban todo, en la puerta de cada casa estaba una lista del número de persona que residía allí, con el corazón en la garganta agarre todo los suministros básicos y salí de mi hogar con la esperanza de que no lastimaran a mis padres.

Al apenas poner un pie fuera de casa una ráfaga de viento fría paso a través de mi cuerpo, cada vello de mi piel se levanto como si estuviera siendo avisado acerca de algo, respirando hondo salí corriendo adentrandome entre los árboles, ya teníamos un punto de encuentro ¿Por qué dudar? ya estando allí partimos a las montañas y nos ocultamos por cinco días, aunque la comida se acabó rápido nos las apañamos para poder sobrevivir, el siguiente paso era simple, debíamos regresar al pueblo.

No recuerdo la fecha aunque si habían pasado varias semanas, las tropas surcoreanas comenzaron a ganar terreno, nuestros aliados nos prestan su apoyo, al llegar a mi pueblo nos preguntan a los jóvenes si queríamos enlistarnos, sin dudarlo dije que sí, sentía una gran responsabilidad por liberarnos de esta invasión, casi habían logrado su cometido pero ahora les estábamos ganando ¿No? 

Las primera semana fue realmente dura, sólo te daban un arma, no había quien te instruyera para usarla, supongo que ese fue mi primer reto. Poco a poco fui aprendiendo, luego llegó ese día, la primera vez que maté a un hombre.

Quizás sea por mi estado actual pero al momento de apuntar su cabeza y halar el gatillo la sangre me salpicó en la cara, lo primero que pensé fue simple es él o yo, los norcoreanos no son más que pedazos de papel desechable, me dije a mi mismo, pero él incluso parecía más asustado de lo que yo me encontraba ¿Tendría una familia? ¿Esposa? ¿Hijos? Me preguntaba que es lo que te pasa por la cabeza al momento de ver el cañón de una pistola entre ceja y ceja, quizás, moriré o finalmente, hasta ahora había sido sumamente cuidadoso para que eso no me pasara.

Poco tiempo después encontramos en el camino soldados del bando enemigo ¿La sorpresa? No debían tener más 12 años de edad, el menor incluso parecía de 10, sus caras estaban llenas de tierra y carbón, sus cuerpos delgados, suspirando les quitamos las armas y los empujamos para que volvieran a sus casas, nadie debería ser participe de una guerra, especialmente los niños.

Estoy riendo ahora, el color de la herida no se ve mucho mejor, se tornó oscuro, han pasado dos días, siento calor, intenté salir pero al escuchar una granada explotar lo más sensato es quedarse adentro, al tener sólo una bala en la recámara lo más prudente es no salir por ahora. Es el tercer año desde que empezó la guerra y me pregunto si esto algún día terminará, estaba tan feliz cuando nos liberamos del yugo japones en 1945, lo único que quería en estos momentos era comer tteok con el amor de mi vida sentados en un parque viendo los transeúntes seguir su camino, comer dulces como lo habíamos hecho cuando éramos niños, de sólo pensar en las primeras veces que fuimos el uno para el otro hace que mi corazón se encoja abriendo así paso a las lágrimas.

Ahora viendo en retrospectiva no nací para vivir una guerra, aquí acostado en el frío y sucio suelo las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas sin control alguno, me siento miserable, me doy asco, al tratar de respirar siento que merezco esto e incluso mucho más, me odio ¿Por qué? He matado muchos inocentes bajo las órdenes de mis superiores, un odio que en su momento me impulso a seguirlas todas sin embargo ¿Yo mismo acaso no soy humano?  

Recuerdos comienzan a llegar para mi tortura, dos excavadoras, un inmenso hoyo y un grupo de personas dentro de el con sus manos atadas detrás de su espalda, ocasionalmente una venda cubriendo sus ojos y un rastro de lágrimas en sus mejillas. Mi estomago se revuelve, no he comido en mucho tiempo aun así vómito un líquido transparente, siguiendo con el recuerdo, preparo mi fusil, a dos metros de distancia una persona y tras escuchar la orden disparo junto con otros militares a las cabezas de los comunistas, acto seguido una excavadora llena el hueco ahora lleno de cadáveres con tierra.

Es díficil no llorar, la mayoría ni siquiera eran comunistas, recuerdo en particular un hombre, bien vestido y con un corte bajito, de todos los soldados que habían allí él me miró, quizás porque era uno de los más jóvenes o fue simple coincidencia pero antes de ser asesinado me sonrió, a pesar de tener los ojos tristes, me regaló su última sonrisa y murmuró quedito Dios te bendiga.

26 de julio de 1953, hay un pequeño rayo de luz entrando por una abertura, hasta hoy han pasado cuatro días, he decidido rendirme, no a la guerra o al bando enemigo sino a la mismísima vida, el dolor es tan insoportable que tuve que romper mi camisa, para amarrarla al rededor de mi cabeza y así morderla con fuerza, era la única forma de que mis gritos no se escucharan afuera, de todos los lugares, los militares que me querían muerto habían hecho su campamento aquí. Pensé en salir, armarme de valor, darles la cara y mostrarles el logo para que notarán que soy un militar de alto rango, ellos reaccionarían como cualquier hombre en la guerra lo haría y me llenarían el cuerpo de agujeros con sus rifles, quizás, golpearían mi cabeza con las culatas de sus armas hasta que mi rostro o cabeza fueran irreconciliables, había visto muchos compañeros hacer esto con la gente, totalmente desquiciados.

La pistola que sostengo en mi mano tiene una bala, fácilmente podría acabar con mi vida pero no soy un cobarde, ya había aguantado mucho, la fiebre había hecho ronchas en mis brazos, posiblemente la infección o me había contagiado de algo por toda esta maldita guerra. He suspirado muchas veces, con la esperanza de que mi alma se vaya en cada exhalada que doy, me rio de eso, en este preciso momento me dejaré ir no sin antes pedir perdón, a mi madre por haber participado en tan atroz matanza pero que por el bien de ella, su protección, lo haría nuevamente, a mi padre, quien no me vio convertirme en lo que realmente quería ser, un abogado graduado con honores y un mejor hombre, pero sobretodo a mi hermana, por no verla crecer, espero sean felices, los amo.

— ¿Por qué estás llorando? —un escalofrío recorrió mi espina dorsal al escuchar la voz preocupada de mi madre detrás de mi, sorbí por mi nariz y seque las atravidas lágrimas que salían sin mi permiso.

No respondí, sólo mire la hoja vieja manchada de sangre y arrugada en mis manos, mi abuela me había hecho entrega de dos sobres hace menos de tres días, había estado posponiendo leerlos creyendo que no eran tan relevantes, ahora que la había terminado sentía una presión en mi pecho que estaba seguro sería difícil de quitar.

Lo más impactante de todo esto era la foto que estaba metida en el segundo sobre, el cual decía lo siguiente saciar tu curiosidad será imposible, abre este seguidamente del otro, mi abuela muchas veces me dedicó, sin querer, miradas extrañas, cargadas de tristeza, añoranzas y de alguna forma, muchos recuerdos, al sostener esta foto en mis manos es obvio el porqué.

Mi tío abuelo y yo éramos dos gotas de agua, el extraordinario parecido daba incluso miedo, mi abuela decía que tenía muchas actitudes parecidas a las de su hermano, la reencarnación no me sonaba a ficción ahora pero una cosa si era segura, la genética no mentía, si lo pensaba mejor el haber nacido yo ya de por si era un milagro puesto que madre tenía el síndrome de ovarios poliquísticos, los pronósticos habían sido definitivos para ella, según el médico no podría quedar embarazada pero aquí estaba yo y pocos años después mi hermana, respire profundo, aquí sentado en una silla de madera pensando en aquellos acontecimientos trágicos del pasado y con el mismo pensamiento de aquel hombre que no tuvo la oportunidad de vivir una buena vida como muchos, en este mundo no deberían existir las guerras.

— Estoy bien —carraspee mi garganta respondiendo finalmente a mi madre quien me me dio unas palmadas en el hombro dándome consuelo. Estaba agradecido a mi tío abuelo por contarnos su historia, pese que seguramente él creía que nunca lo encontrarían. No quise voltear, de tan sólo pensar que haría mi madre o lo devastada que estaría si tuviera que cargar un arma para defenderme y matar, me resultaba doloroso, muchas mujeres esperaron a sus hijos en ese momento, muchas los vieron con vidas, otras los enterraron y estuvieron aquellas que murieron sin saber que pasó con ellos.

— ¿Quieres té? —cerre los ojos brevemente, imaginarla correr por su vida, para que no la asesinaran creyendo que era comunista dolía, estaba agradecido de que estuviera aquí para mi sana y salva.

— Eso sería bueno —respondí con la esperanza de que con esa bebida se fuera el sabor amargo que se alojaba en mi boca. Morir pensando que aún continuaba la guerra sin poder haber hecho nada hacia que el estómago se me revolviera porque aunque él no lo sabía al día siguiente, 27 de julio de 1953 habría un cese el fuego.

— De acuerdo, Jae Beom.

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